La lección griega y los riesgos de una monarquía alineada

Por Juan Sergio Redondo Pacheco

La historia política europea ofrece ejemplos elocuentes de cómo la falta de prudencia institucional puede precipitar el colapso de estructuras históricas que parecían sólidas. Entre ellos, la caída de Constantino II constituye una advertencia particularmente relevante para el presente de la Corona española.

El monarca griego no fue derrocado únicamente por el empuje de factores externos o por una coyuntura internacional adversa, sino, sobre todo, por su incapacidad para comprender el papel que una monarquía constitucional debía desempeñar en un sistema político profundamente fragmentado. En lugar de mantenerse como árbitro y factor de equilibrio entre fuerzas enfrentadas, Constantino optó por implicarse activamente en las pugnas partidistas, alineándose con determinados actores políticos en detrimento de otros. Aquella decisión, lejos de fortalecer la institución, la dejó expuesta: fue utilizada mientras resultó útil y abandonada cuando dejó de serlo. El resultado fue la pérdida de legitimidad, el aislamiento político y, finalmente, la abolición de la monarquía.

Salvando las evidentes diferencias históricas y contextuales, la situación de la monarquía española presenta similitudes inquietantes. Desde su vinculación originaria al sistema político instaurado en 1978, la Corona ha estado estrechamente asociada no solo al marco constitucional, sino también al modelo de bipartidismo que emergió de aquel pacto fundacional. Durante décadas, esa asociación proporcionó estabilidad y una apariencia de consenso social amplio. Sin embargo, el problema surge cuando la institución mantiene esa vinculación precisamente en el momento de mayor crisis y desgaste del sistema político al que se asocia.

El actual escenario español muestra signos claros de agotamiento: fragmentación parlamentaria, desafección ciudadana, cuestionamiento de los consensos de la Transición y una creciente percepción de distancia entre las instituciones y una sociedad que se concibe a sí misma como más plural, igualitaria y exigente en términos democráticos. En ese contexto, la identificación de la Corona con determinadas fuerzas políticas y con un modelo partidista en crisis no solo resulta imprudente, sino potencialmente letal para su propia estabilidad.

El riesgo es evidente: amplios sectores sociales ya perciben la monarquía como un elemento impuesto, ajeno a la voluntad popular y funcional a intereses políticos concretos. Más preocupante aún es que ese cuestionamiento empieza a manifestarse incluso entre quienes tradicionalmente se han declarado defensores firmes de la institución. Cuando una monarquía pierde su carácter neutral y se convierte, real o simbólicamente, en actor de parte, erosiona el principal capital que justifica su existencia en una democracia: su función arbitral y su distancia respecto a la lucha partidista.

Resulta especialmente llamativo que la Corona española se esté dejando arrastrar, con notable falta de visión estratégica, por actores políticos que parecen tener poco o ningún interés en su supervivencia a largo plazo. La historia demuestra que quienes instrumentalizan a una institución para sus propias batallas rara vez acuden en su auxilio cuando esta se convierte en un lastre.

La experiencia de Constantino de Grecia debería servir como advertencia clara. La impericia política y la imprudencia institucional no solo afectan a personas concretas, sino que pueden arrastrar a la ruina a instituciones históricas enteras. La monarquía española se encuentra en un momento especialmente delicado: o refuerza de manera inequívoca su neutralidad y su desvinculación de las pugnas partidistas, o corre el riesgo de reproducir, con consecuencias imprevisibles, una lección que la historia ya dejó escrita con claridad.

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