Por Juan Sergio Redondo Pacheco

Durante años se ha intentado encapsular un fenómeno político creciente bajo etiquetas complacientes y eufemismos tranquilizadores. Sin embargo, lo que hoy se despliega ante los ojos de cualquiera que observe con honestidad el pulso social y electoral no admite ambigüedades: asistimos al avance sostenido de un movimiento patriótico que reivindica identidad, cultura y tradición occidental frente a un proyecto de ingeniería social promovido por élites globalizadas que empiezan a perder pie.
Los últimos resultados electorales en Extremadura no son una anomalía ni un episodio aislado. Son, más bien, un síntoma revelador de un cambio de ciclo profundo que atraviesa la derecha sociológica española. Allí donde el sistema daba por amortizada cualquier alternativa al viejo reparto de poder, emerge con fuerza una opción que no solo resiste los embates del aparato mediático y político, sino que se consolida y avanza en el tiempo. VOX ha demostrado una capacidad de supervivencia y expansión muy superior a la que auguraban sus detractores, y precisamente por ello se ha convertido en el principal objeto de ataques descarnados por parte de un ecosistema mediático cada vez más inquieto ante su fracaso para neutralizarlo.
El trasfondo de este proceso va mucho más allá de la coyuntura electoral. El sistema surgido en 1978 fue concebido para garantizar la estabilidad mediante el bipartidismo, apoyado en una arquitectura institucional frágil pero funcional mientras existió un consenso generacional que lo legitimaba. Ese consenso se ha roto. Las nuevas generaciones no se reconocen psicológica ni políticamente en un modelo que perciben como caduco, incapaz de ofrecer respuestas a los desafíos culturales, económicos y demográficos del presente. El envejecimiento progresivo del electorado tradicional de PP y PSOE acentúa esta tendencia y hace cada vez más verosímil un sorpasso que ya no pertenece al terreno de la especulación, sino al de la proyección razonable a medio plazo.
Quienes fuimos educados para ser la continuidad natural de aquel modelo conocemos bien sus límites. Muchos reaccionamos a tiempo frente a un discurso que, bajo la promesa de progreso y modernidad, avanzaba hacia la disolución de la nación en un marco globalizador ajeno a nuestras raíces. Hoy ese proyecto muestra signos evidentes de agotamiento. No se trata de una reacción improvisada ni de una moda pasajera, sino de una respuesta política coherente a décadas de imposiciones ideológicas y de desarraigo programado.
En política, como en la vida, los cambios de ciclo son inapelables. Ningún sistema es eterno. El del 78 se erosiona desde dentro y su descomposición es ya un proceso difícilmente reversible. La transición hacia un nuevo modelo político será gradual, probablemente áspera, pero inevitable. En este contexto, el movimiento patriota ha entendido que la clave no reside en la prisa, sino en la constancia: presión, tiempo y paciencia. Principios casi geológicos aplicados a la acción política.
Lejos de los complejos del pasado, esta nueva derecha —abiertamente iliberal en su esencia social— ha comenzado a desprenderse de lastres que impedían su avance con decisión. El camino no será sencillo ni estará exento de obstáculos, pero la dirección parece clara. España, como otros países de su entorno, no es ajena a estas corrientes de fondo. No hay marcha atrás. Solo queda fortalecer el proyecto, perseverar en las convicciones y asumir que el cambio, aunque lento, ya está en marcha.