
EAC. El conflicto en Gaza se ha convertido en un arma política de primer orden. La causa palestina, que despierta una sensibilidad histórica en amplios sectores de la izquierda, está siendo instrumentalizada por el Gobierno de Pedro Sánchez como herramienta de polarización interna. No se trata tanto de solidaridad genuina ni de un compromiso real con la paz, sino de un cálculo político que busca desviar la atención de la crisis de credibilidad y de las sospechas de corrupción que acechan al Ejecutivo y al propio presidente y su entorno familiar.
El relato oficial coloca a España en la primera línea del apoyo a Palestina, pero en realidad es un recurso de control social: se fomenta la radicalización de una izquierda fragmentada y desmovilizada, a la que se le ofrece una causa identitaria que permite cohesionar y movilizar a los sectores más extremos. No es casualidad que cada intervención pública sobre Oriente Medio esté cargada de gestos y palabras diseñadas para generar un choque con la oposición y para marcar un eje emocional en torno a “ellos” y “nosotros”.
Ceuta se ha convertido en un laboratorio de esa estrategia. En una ciudad marcada por la complejidad demográfica y cultural, el discurso gubernamental alimenta una “palestinización” de parte de la juventud de origen magrebí, que encuentra en el modelo de resistencia palestino un espejo para sus propias frustraciones. Sin embargo, ese fervor ignora deliberadamente la lucha de los jóvenes marroquíes al otro lado de la frontera, que se movilizan por reformas democráticas, más libertades y mejores condiciones sociales. Paradójicamente, aquellos con quienes existe una conexión histórica, cultural y geográfica mucho más estrecha permanecen fuera del radar de quienes eligen elevar como bandera una causa lejana.
Este proceso no es espontáneo ni inocente. Forma parte de un diseño de poder que se sirve de la emoción y la fractura para consolidar un liderazgo en declive. La causa palestina en España ha dejado de ser una cuestión de política exterior para convertirse en un instrumento de política interna: desviar el foco, agitar la calle y convertir a cada ciudadano en parte de un conflicto que no le es propio, mientras los verdaderos problemas —corrupción, desigualdad, falta de oportunidades, deterioro institucional— quedan relegados.
Al final, todo responde a una estrategia de perpetuación en el poder. Una política que no busca tender puentes ni resolver conflictos, sino controlarlos y explotarlos. La cuestión no es Gaza ni Palestina, sino hasta qué punto se puede manipular la emoción colectiva de un país para garantizar la supervivencia de un proyecto político cada vez más personalista y autoritario.