Opinión | Puigdemont huyó a Bruselas, no a Moscú

Por Lina Cercós

Casa de Puigdemont en Waterloo (Bélgica)

Durante años, ciertos medios y actores políticos han intentado instalar la narrativa de que el proceso independentista catalán estuvo impulsado o respaldado por Rusia. Titulares grandilocuentes, investigaciones sin pruebas concluyentes y declaraciones interesadas han tejido una historia más propia de un guión de espionaje que de la realidad política.

Sin embargo, los hechos son testarudos. El Tribunal Supremo ha rechazado investigar a Carles Puigdemont por supuesta injerencia rusa, precisamente por falta de indicios sólidos. No existe constancia de apoyos materiales, logísticos o diplomáticos desde Moscú. Muy al contrario, Rusia fue uno de los primeros países en rechazar el reconocimiento de la independencia catalana, coherente con su propia política de no legitimar procesos secesionistas en Europa que puedan sentar precedentes peligrosos para sus propios conflictos internos.

El contraste con la realidad europea es evidente: Puigdemont no buscó refugio en Moscú, sino en Bruselas, corazón de la Unión Europea, donde Bélgica se ha negado sistemáticamente a su extradición. Países bálticos como Letonia y Estonia —curiosamente, la actual representante exterior de la UE es de origen estonio— han mostrado simpatías públicas hacia el movimiento independentista, al igual que algunos parlamentarios británicos que han defendido el derecho a un referéndum. Estos apoyos, lejos de Rusia, muestran que el impulso diplomático del independentismo ha sido, en gran medida, intraeuropeo.

La insistencia en el “fantasma ruso” no es inocente. Sirve para desacreditar con cierta torpeza, también hay que decirlo, el movimiento secesionista catalán vinculándolo con una potencia extranjera que, en la opinión pública occidental, se percibe como un adversario sistémico. Se trata de una estrategia política que transforma una cuestión interna europea en un supuesto capítulo de guerra híbrida, reforzando así la narrativa de amenaza externa y desviando la atención de las responsabilidades y contradicciones dentro de la propia UE.

Es hora de dejar de lado el relato de la injerencia rusa sin pruebas y afrontar el desafío catalán como lo que es: un conflicto interno alimentado por la inacción y cobardía de las instituciones políticas españolas, y que se juega en las instituciones y territorios de la Unión, no en los pasillos del Kremlin.

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