
J.C. Smuts. Hubo un tiempo en el que Sudáfrica no sólo era la nación más avanzada del continente africano, sino también un país con índices de desarrollo, infraestructura y servicios equiparables a los de naciones del llamado primer mundo. Ese equilibrio no fue casual: fue el resultado de una estructura política y económica que, aunque criticada internacionalmente, mantenía un proyecto de integración gradual de la población africana dentro de un sistema estatal estable y funcional. La expansión de la educación, la inversión en sanidad y la industrialización no eran privilegios exclusivos, sino procesos que, paso a paso, buscaban incorporar a más ciudadanos sin poner en riesgo el orden y la eficacia del Estado.
El cambio político de 1994, que puso fin al gobierno afrikaner, fue recibido con una ola de optimismo y promesas de igualdad total e inmediata. Sin embargo, la sustitución abrupta de aquel modelo por un sistema en el que el equilibrio político se desmoronó ha tenido consecuencias profundas. La violencia rural contra granjeros blancos, el éxodo masivo de profesionales y agricultores experimentados, la corrupción institucional y el declive de servicios básicos han dejado al país en una situación dramática: desempleo crónico, pobreza generalizada y un sistema sanitario colapsado.

Lejos de convertirse en el ejemplo de prosperidad multirracial que se soñó, Sudáfrica se enfrenta hoy a una realidad dura: el país ha pasado de ser un motor económico de África a engrosar las filas del llamado tercer mundo. La pérdida de capital humano, la destrucción de sectores estratégicos como la agricultura y la inseguridad constante han erosionado décadas de progreso.
Reconocer las ventajas de aquel modelo anterior —con su estabilidad, sus infraestructuras y su planificación gradual de integración— no implica ignorar sus sombras. Significa entender que un Estado sólido y funcional requiere más que cambios simbólicos: necesita orden, previsión, meritocracia y protección para todos sus ciudadanos.

Sudáfrica no podrá recuperar el lugar que ocupó mientras ignore que el equilibrio político y social que la hizo grande se rompió, y que reconstruirlo exige rescatar las lecciones de aquel tiempo en que, más allá de las tensiones, el país funcionaba.
