Desde el Diván | Europa ante su hora romana

Octavio Augusto primer emperador romano (s. I d.c)

EAC. Hay momentos en la historia en los que las civilizaciones parecen caminar dormidas hacia su ocaso. Roma no cayó de un día para otro, ni su final fue solo el golpe de gracia de un bárbaro en la puerta de la historia. Fue un lento proceso de renuncia: la renuncia a la disciplina, a la identidad política que unía a sus ciudadanos, a la cultura que los hacía reconocerse parte de algo más grande. Cuando en el año 476 de nuestra era Odoacro depuso a Rómulo Augústulo, no destruyó un imperio en pie; recogió las ruinas de uno que llevaba siglos vaciándose por dentro.

El Imperio había perdido su impetus militar, delegando su defensa a pueblos federados cuya lealtad no era hacia Roma, sino hacia sus propios jefes. La religión, que antes cohesionaba bajo un panteón común, había sido sustituida por una fe importada que transformó radicalmente las bases simbólicas y políticas del poder. Juliano, llamado el “apóstata”, comprendió que sin la cultura, las creencias y la disciplina que habían forjado Roma, el armazón político se desmoronaría. Su intento de restauración fracasó, y con su muerte en campaña contra los persas desapareció una de las últimas oportunidades de reconstituir la antigua cohesión.

La muerte de Juliano el «apóstata» (Giordano, s. XVIII)

Europa occidental vive hoy un proceso inquietantemente similar. La pérdida de su identidad histórica y cultural, unida a una crisis demográfica profunda, ha abierto la puerta a un fenómeno de suplantación poblacional y religiosa que no se limita a sumar diversidad: está reconfigurando el núcleo mismo de lo que entendemos como Europa. La natalidad autóctona en caída libre, la incapacidad para integrar de forma real a quienes llegan y la cesión del relato cultural a corrientes ajenas a nuestra tradición están cambiando el paisaje humano y simbólico de forma irreversible.

Rómulo Augústulo renuncia a la Corona ante Odoacro (Ilustración del siglo XIX)

No se trata solo de migraciones —Roma también las conoció y las padeció —, sino de la velocidad y magnitud del cambio, y de la falta de voluntad política para preservar un relato común que pueda absorberlo sin desaparecer. Una civilización que no se reconoce en su historia, que renuncia a transmitir su herencia y que trivializa su propia cultura, no tiene defensas frente a otras más cohesionadas, más fértiles y más convencidas de sí mismas.

Roma creyó que podía externalizar su defensa, sustituir sus costumbres por modas foráneas y confiar en que su nombre bastaría para sostener la autoridad. Descubrió demasiado tarde que el título de “imperio” sin sustancia no protege de nada. Europa corre el mismo riesgo: perder el poder de decidir su futuro porque ha cedido el control de su presente.

La lección de la Antigüedad es clara: no hay grandeza sin identidad, y no hay identidad que sobreviva si quienes la heredan dejan de creer en ella. El tiempo para reaccionar no es infinito.

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