Editorial | Delegados de cartón, en una frontera de fuego

Rafael García y Cristina Pérez Valero (archivo)

EAC. Si algo quedo claro con la designación de Cristina Pérez Valero como delegada del Gobierno en Ceuta, fue la más absoluta evidencia del profundo deterioro institucional que atraviesa España. Lejos de representar la autoridad, el equilibrio y la firmeza que exige este cargo —algo fundamental en un enclave geoestratégico como Ceuta—, su figura, al igual que la de sus predecesores Rafael García y Salvadora Mateos, se ha convertido en el símbolo palpable de una etapa marcada por la inoperancia, la improvisación y el agotamiento político del gobierno de Pedro Sánchez.

La Delegación del Gobierno no puede ser un destino para experimentos partidistas ni una herramienta de recompensa interna. Es una institución que, especialmente en una ciudad como Ceuta, debe encarnar el poder del Estado en su máxima expresión. Hoy, más que nunca, Ceuta necesita una voz firme, con legitimidad política, experiencia y visión de Estado, capaz de transmitir una imagen de fortaleza frente a los desafíos internos y externos que amenazan su estabilidad.

Pero lo que encontramos con la señora Pérez es todo lo contrario: una gestión errática, sin criterio, sin peso político, ni rumbo institucional. Una delegada ausente en los momentos cruciales, sin iniciativa, sin discurso claro, y lo más grave, sin capacidad de ejercer el liderazgo que demanda su responsabilidad. Ceuta, que vive bajo la presión constante del chantaje político marroquí y un contexto de creciente tensión diplomática, no puede permitirse esta debilidad en la representación del Gobierno central.

La ineficacia de Pérez no es un caso aislado, sino un reflejo directo de la decadencia del Partido Socialista y, en particular, del sanchismo. Al igual que otros partidos socialistas europeos, el PSOE se enfrenta a un declive evidente, sumido en contradicciones internas, cesiones constantes y una alarmante desconexión con la realidad social e institucional del país. La gestión política se ha transformado en un espectáculo de propaganda vacía, sin contenido ni propósito, salvo el de sobrevivir en el poder a cualquier precio.

Este escenario, en el que el poder se ejerce desde la descomposición institucional y la debilidad política, pone de relieve otro asunto urgente: la crisis del régimen del 78. Las estructuras nacidas de la Transición, diseñadas para otro tiempo y otras circunstancias, ya no responden a las exigencias del presente. España necesita una profunda reforma institucional y una regeneración democrática que devuelva a sus representantes —a todos los niveles— el peso, la autoridad y el respeto que exige la función pública.

En el caso de Ceuta, esta necesidad es aún más acuciante. La ciudad no solo requiere una representación fuerte, sino una verdadera estrategia de Estado que entienda su valor geoestratégico, su singularidad fronteriza y su vulnerabilidad ante los movimientos expansionistas de Marruecos. Frente a ello, la figura del delegado del Gobierno no puede ser un adorno o un peón del partido, sino una figura de Estado, con autoridad, experiencia y visión a largo plazo.

Aún así, Cristina Pérez Valero no ha fallado en su papel: simplemente encarna la imagen más grotesca de un Gobierno que ha dejado de representar a España con dignidad. Su permanencia en el cargo sirve a esta idea. La idea de mantener a Ceuta en un permanente estado de marginalidad política, administrativa y simbólica inaceptable.

El Estado debe volver a Ceuta. Pero debe hacerlo con autoridad, con instituciones sólidas y con representantes a la altura del momento histórico que vivimos. Y es evidente que mientras perdure Pedro Sánchez en la Moncloa eso es imposible, con lo que mucho nos tememos que esa imagen de impotencia, debilidad e irrelevancia, en Ceuta, seguirá encarnada por sus Delegados de Gobierno.

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