
EAC. En el marco de una España cada vez más fracturada en lo territorial, social y político, el Gobierno central parece haber optado por una estrategia tan inquietante como reveladora: dejar de convencer para empezar a imponer. El último ejemplo de esta deriva lo encontramos en la forma en que se está gestionando la reubicación forzosa de inmigrantes llegados a nuestras fronteras.
En lugar de construir consensos o dialogar con las comunidades autónomas afectadas, el Ejecutivo de Pedro Sánchez ha optado por el camino de la coacción. Las regiones que se resisten a aceptar estos traslados —no por capricho ideológico, sino por la falta de recursos, de infraestructura o por responsabilidad con sus propios ciudadanos— no reciben comprensión ni ayuda, sino amenazas veladas de intervención judicial. Ya se habla incluso de la posible actuación de la Fiscalía y de las fuerzas de seguridad del Estado para doblegar la voluntad de los gobiernos autonómicos «rebeldes».
¿En qué momento el Estado de las Autonomías se transformó en un sistema jerárquico en el que la única voz válida es la de Moncloa? ¿Desde cuándo la solidaridad se impone con intimidación?
El problema de fondo es que el Gobierno, lejos de asumir su responsabilidad en la gestión migratoria —que corresponde en gran parte al Estado y no a las comunidades—, ha optado por trasladar esa carga a las regiones, como si fueran piezas de una maquinaria que deben obedecer sin rechistar. La falta de planificación, de inversión real en políticas de integración y de una estrategia nacional seria se pretende camuflar ahora con autoritarismo.
Lo más preocupante no es sólo la imposición en sí, sino la narrativa que se construye alrededor. A quienes se oponen se les etiqueta de insolidarios, insensibles o incluso xenófobos, cuando en muchos casos lo que expresan es una legítima preocupación por su capacidad de respuesta. En lugar de abrir espacios de colaboración y corresponsabilidad, el Gobierno opta por la vía rápida: señalar, acusar y, si es necesario, amenazar con tribunales y policías.
Este modelo de gobernanza por imposición sienta un precedente peligroso. Hoy son los menores inmigrantes, mañana podría ser cualquier otra cuestión en la que una comunidad autónoma ose disentir de la línea oficial. El mensaje es claro: o acatas, o atente a las consecuencias.
España no puede permitirse un gobierno que confunde autoridad con autoritarismo. La gestión de un fenómeno tan complejo y delicado como la inmigración exige diálogo, coordinación y respeto a las competencias territoriales. Convertirlo en un campo de batalla política sólo conduce a una mayor polarización y, lo que es peor, a una profunda desconfianza entre administraciones.
Porque cuando un Estado empieza a actuar más como un patrón que como un socio, deja de ser democrático para convertirse en otra cosa.