
EAC. Mientras la propaganda institucional vende una ciudad modélica, repleta de éxitos deportivos, infraestructuras de vanguardia y una gestión ejemplar, la realidad de muchos ceutíes, especialmente en las barriadas, dista mucho de ese retrato optimista. Ceuta vive una preocupante degradación de la seguridad y la convivencia, y el gobierno local parece más preocupado por proteger su relato que por encarar los problemas con honestidad y decisión.
Cada noche, barrios como el entorno de la plaza Nicaragua son testigos de actos vandálicos, ruido constante, consumo de alcohol en la vía pública, carreras de motos y quema de mobiliario urbano. Las imágenes que se repiten —contenedores ardiendo, motocicletas destrozadas, suciedad acumulada— son más propias de zonas abandonadas que de una ciudad que presume de progreso.
Lo que debía ser un espacio de encuentro y convivencia, como es el caso de la remodelada plaza Nicaragua, se ha convertido en un símbolo de cómo una inversión mal gestionada, sin planificación ni seguimiento, puede terminar siendo un foco de incivismo y conflicto vecinal.
Lejos de reconocer el problema, el gobierno local responde con una mezcla de negación y maquillaje. Se escudan en estadísticas y la ausencia de denuncias formales para justificar su inacción, cuando lo que realmente hay es miedo, resignación y hartazgo por parte de los vecinos. ¿De qué sirve un parte policial limpio si los ciudadanos no confían en que su queja tenga consecuencias reales?
En lugar de atender las denuncias vecinales, la respuesta institucional ha sido desacreditar a quienes alzan la voz, acusándolos de generar alarma social o de manipular la realidad por intereses partidistas o personales. Esta actitud no solo es profundamente injusta, sino peligrosa: convierte a los ciudadanos en enemigos del relato oficial por el simple hecho de describir lo que viven cada día.
El relato que promueve el gobierno de Juan Vivas es el de una Ceuta estable, cohesionada y dinámica. Se invierte en marketing institucional, se proyecta una imagen de ciudad abierta al mundo, con hitos deportivos y campañas de imagen. Pero esa ciudad, si bien real en algunas zonas y aspectos, no es toda la verdad. Existe una Ceuta paralela, silenciada y sin altavoz, que sufre la dejadez institucional y el deterioro progresivo del tejido social.
Las barriadas no solo carecen de recursos y atención; también están siendo víctimas del olvido político. No hay refuerzos policiales sostenidos, ni programas de mediación vecinal, ni una política urbanística real que acompañe las inversiones con intervención social. Mientras tanto, el ruido nocturno, la suciedad y la sensación de inseguridad se cronifican.
Pretender que todo está bien, negar el conflicto y ocultar los síntomas solo agrava la fractura entre ciudadanía e instituciones. Quienes sufren cada noche el abandono no se sienten representados por discursos triunfalistas. Al contrario: la distancia entre el relato oficial y la experiencia real genera desencanto, desafección y, cada vez más, desconfianza.
Ceuta no puede permitirse vivir de espaldas a sus propios barrios. No basta con embellecer plazas o colgar pancartas: hace falta presencia, atención constante, escucha activa y valentía política para actuar allí donde más se necesita.
La ciudad necesita un giro radical en su forma de gestionar los problemas reales de sus ciudadanos. El decorado institucional no puede tapar el malestar creciente en muchas barriadas. Ignorar la inseguridad no la hace desaparecer. Y desacreditar a quienes la denuncian no protege a la ciudad, sino al relato de un gobierno más preocupado por mantener la imagen que por transformar la realidad.
La verdadera ciudad no es la que aparece en las notas de prensa o comunicados del gobierno, sino la que grita cada noche, sin ser escuchada, desde los márgenes.